lunes, 12 de septiembre de 2011

Control Remoto


Control remoto
Observar las paredes que me vieron crecer alguna vez, una pared blanca, manchada con insumos negros, difuminados. Me paro y pienso cómo todo ha cambiado y cómo esta casa ya no olerá a mi padrino.
Recordar un seis de enero hace más de diez años, cuando llegaba a estas colosales paredes que me absorbían y me asfixiaban de repente.  Verlo, mirarlo sonreír y darle la mano para que me cargara y me dijera: Campeón, tengo algo para ti.
Recorrer el mundo en sus brazos y recordar que la diferencia entre el espacio y el tiempo puede ser un abrazo y un apretón de espalda. Volar de repente, entre los tiliches bien proporcionados en la casa y llegar a un cuarto oscuro, donde una cama se expande y entre las colchas un carro amarillo a control remoto. En ese entonces, los videojuegos apenas se conseguían en casas costísimas de Costa de Oro, y el placer de los carros Hot wheels era la cotidianeidad hasta en las casas de cartón, donde muchas veces no eran hot wheels sino de esos coches que venían en un paquete de seis y se vendían en las papelerías.
En aquel tiempo, las sonrisas se volvían un mercado, abrían las tiendas de juguetería para ricos, para pobres, para clase media y presumir era como una prioridad para entrar en tiempo real. Tus padres decían, hijo, debes ser bueno, pero nunca presumir lo que tienes, para luego escucharlos hablar de viajes, y un chingamadral de cosas pues que los contradecían.
No importa, el hecho de ir en una escuela de paga es que muchas veces, al siguiente día, se vuelve un festín de presunción y tiranía mercadotécnica.
Y es aquí cuando observas en el novenario, la fotografía de tu padrino que se difumina entre un retrato de la Vírgen de Guadalupe, a la cual le dedicaba fiestas enormes con mariachis y tacos, y una veladora de lirio Pascual o cómo se llame.
Sonriendo, entre su bata blanca porque es doctor, y llegas, arribas a la casa y todo está en silencio, tu padrino se ha ido y solo queda la fotografía, y escuchas los rezos católicos y entre rezo y rezo te da náuseas porque son como ladridos de perro que se pierden en la atmósfera cuando tienes ganas de ir al baño. Si no les ha pasado, qué bueno, es horrible, porque los ladridos se adentran entre el tímpano y los demás aparatitos que nos hacen escuchar lo que no queremos y lo que queremos y cuando no queremos, el estómago se revuelve como una licuadora industrial.
Observar a tu madrina perdida, maldiciendo el día, con las piernas temblando, con el cuerpo delgado, mil veces más delgado desde la última vez que la visitaste, y su voz apenas denotaba sonrisas. Las enfermedades que siempre los agobiaron, pero que nunca la vencieron porque el amor era más grande, vaya que tenían un carnaval de enfermedades ambos, compartían hasta las enfermedades, compañeros de vida más de cuarenta y cinco años y construir un pequeño palacio de hijos, nietos y bisnietos era el resultado, el bálsamo a todas las adversidades.
Ya de por sí la casa, se había silenciado porque su hermana, su siempre compañera se había muerto una tarde de domingo, cuando descansaban, cayó al hospital y fue muerte instantánea a través de una enfermedad rara.
Salieron juntos, no cumplía ni el año, estaba próximo pero todavía se podía, se soñaban viajes como los que hicieron a Guatemala, Disneylandia, París, Tierra Santa, éste el último donde te trajeron arena que guardas en casa, y el último para ellos, que su oficio de maestra y oficio de doctor, les permitió recorrer parte del mundo.
Sigues observando, y escuchando; mi viejito, se me fue mi viejito, no se qué haré; y viene a tus brazos y ni ganas tiene de abrazarte, se te lanza para que la abraces, y lo haces, pero su cuerpo es tan frágil que no lo haces tan fuerte y se escapa como se escaparía el agua al querer atraparla y se dirige a otra persona, y parece caerse, pero no, y sigue diciendo: mi viejito, ya no será lo mismo sin él.
Se ha quedado sola, y me digo que será difícil, mi madre dice que no tardará en irse, la tristeza nos mata y nos lleva a lugares inimaginables, inalcanzables como la muerte y su manto aperlado.
La muerte, esa inefable que nos recuerda que somos un suspiro, un abrazo de la vida, una mirada perdida, carne en movimiento. Tenemos el amor, la esperanza, la fe, la amistad, la hermandad, pero todo se muere, la muerte nos vence, es la gran vencedora, siempre nos da una vida de ventaja.
Imaginas el féretro, una semana antes cuando estabas en casa, escribiendo y escribiendo pero ignorabas su muerte, pues te enteras a media semana y tus actividades no te permiten asistir hasta el domingo.
Te aburren los rezos, esa es otra razón, pero en esta ocasión es lo que menos importa. Te sigues moviendo y la escuchas, tu madrina pasa frente a ti, perdida entre sus pasos, se dirige a levantar la cruz. Otra vez, otra vez no dice y su voz se apaga como se apaga la veladora que lleva la rezandera en mano.
Vuelven a prender la vela y entre los rezos, se levanta la cruz y el calor supera los cuellos y los envuelve en un mar de sopor incontable.
Aplauden a su memoria, y ves a tu madrina que con una sonrisa quiere tapar todo su dolor, lo intenta y algunos se lo creen, pero yo no, y uno como joven no sabe que decir en esos momentos, tus discursos existencialistas y filosóficos no sirven para quienes creen en seres supremos, o en tradiciones orales de las que no te sientes parte. La poesía tampoco serviría, ni la música, apenas los abrazos reconfortan.
Y entre aplausos y aplausos, empiezas a recordar la voz de tu padrino y el carro amarillo de control remoto, y su risa que rompía cuando se embriagaba con tu padre y hablaban de los viajes que te pagarían al extranjero.
Hoy tu padre, no está, quién sabe dónde está, los abogados nacen y mueren en los tribunales. Y tu madrina llora, sigue llorando aunque las lágrimas no le salen, pero miras como son invisibles y se pierden entre el refresco Sprite que se bebe.
Me gusta mucho el Sprite hijo, y te sonríe, le sonríes, pero no sabe qué decirte, y se va, se escapa para despedir a la gente que llegó.
Te sientes junto a tu madre y tía, y unos señores de edad avanzada que platican entre ellos. Todos hablan y te pierdes entre los puntos negros del mosaico del piso. Lo comparas con el Universo y las cosas que no entiendes, te vuelves una partícula de polvo que nada entre los mosaicos.
La voz de tu madrina interrumpe tu trance, pero sigues pensando en la muerte, en la pólvora, en los gritos, en los gritos de Akas cuarenta y siete, del peligro de ser reportero, de la gente que ha muerto, de los hechos fortuitos, de que la vida es eso, un suspiro de bala.
Una lágrima se discurre entre tu ojo izquierdo, mientras la veladora a tu padrino se apaga. Te acercas a prenderla, y miras que observa desde lejos, sientes que te abraza.
Mijo, tengo algo para ti. Recuerdas el carro amarillo de control remoto y cómo viajabas en primera fila sobre el mundo.
Una mano te toca el hombro y esta vez, tu padrino se ha esfumado. Es tu madrina que llora, sus ojos te recuerdan a una tumba fría.
Y es cuando las paredes blancas se hacen enormes y empiezan asfixiarte; las paredes ya no huelen a tu madrina tampoc

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