lunes, 25 de abril de 2011

Se fue la luz



Se fue la luz. En las ciudades a menudo suele irse la luz. No entiendo nada de fusibles ni maquinarias centrífugas. Y nunca me ha dado por saber, no lo sé, no lo he sentido necesario. Que se vaya la luz un día de Pascua como le llaman los católicos, podría ser interpretado como un castigo divino y esas cosas metafísicas que tampoco entiendo. Y es que de acuerdo a la lógica de los adultos, ¿Qué puedes saber de la vida a los diecinueve años?


Empecemos. Son las once y me digo que no va a tardar en regresar. Por un lado lo maldigo porque justo cuando leía unos poemas de la generación Beat, se fue la luz. Pero en realidad no, empiezo mal y mintiendo. ¿Eso me convierte en un adulto? Sigamos. Mi madre almorzaba una hamburguesa mientras música de trova danzaba entre las cuatro paredes del comedor. Mi madre me contaba sobre su día que nunca es como los demás, y ambos lo sabemos.


El único día repetible que he tenido en mi vida, es cuando no quise salir de mi habitación porque simplemente no quería. No leí, hice nada. Y ahora enfrento el peligro de repetirlo por tercera ocasión mientras en la penumbra escucho a la hamburguesa gritar entre los dientes de mi madre.


Mi madre pide que me acerque a un pequeño altar con miles de figuras que no distingo para jalar la veladora. Debo admitir que me dan miedo los pinches altares. Las figuras siempre sonríen, pero tienen una sonrisa macabra y estruendosa como la sonrisa falsa de los que mienten, como la sonrisa falsa de los que te miran con envidia.


Es de un color rojo de fulgor escarlata, la tomo debajo para no quemarme por recomendación de mi madre, pues ya saben que a los clasemedieros no se nos da eso de cargar una veladora. No se si cuando te haces cura, haya una materia para aprender a mover una veladora de lugar, y si no, pues qué aburrido eso de ser cura.


Coloco la llama envuelta en un cilindro grabada con letras y espero que el último rescoldo de hamburguesa sea ingerida por la traquea de mi madre. ¿Nunca han sentido ansias cuando la penumbra te agobia? Si no pues qué bueno, porque a mi tampoco. Lo que sí puedo decirles es que aunque muchos escritores nunca saquen a su madre en sus cuentos, yo sí lo hago porque te inunda de sosiego platicar con la única persona que te entiende en tu casa. ¿A poco no?


Me retiro a mi habitación sin antes mis pies librar una batalla de kickboxing con las sombras que adornan la escalera y los pasillos. Entre la ausencia de luz y ruido, puede haber algún libro tirado y no saben cuanto me duele eso de maltratar un libro. Prendo la laptop. Sabemos que no hay internet y me pongo a leer unas crónicas de Leila Guerreiro sobre los muertos que Videla sepultó en Argentina durante la última dictadura militar y de Bernardo Gutiérrez, español que se insmiscuyó en las favelas de Brasil para corroborar que el gobierno quiere legitimar el monopolio legítimo de la violencia como nos decía Max Weber.


El gusto duró veinte minutos, pues la batería se agotó como se agotan las municiones de agua y comida en el desierto. Pero esta vez este era un desierto no de sol y arena con serpientes venenosas al acecho, este era un desierto carente de ruido, de luz, donde sólo se vislumbraban los fulgores de la calle a través de mi ventana, una luna rojiza como mordida por un hambriento vagabundo y las únicas serpientes eran los libros de una modesta biblioteca que no me acecharían a las manos, porque no pueden leerse.


Pensé que dormiría, en realidad estaba tan aburrido que pensé conciliar el sueño pero no. No saben que cuando la penumbra acecha en las costas, los infiernos se inventan a través de picaduras de zancudos. Por aquí por allá y lo típico, te tapas con la más delgada de tus sabanas. Te das cuenta que el calor es insoportable y quieres sentirte entre una tina y sólo dormir pero no, tu sueño se disipa entre el aleteo de los mosquitos. Usas desesperadamente tus manos para matar, para volverte un asesino pero eres demasiado lento. Y el infierno, es parsimonioso y el silencio te envuelve como la sabana que dejas intempestivamente porque el calor es insoportable, y entonces el ambiente se torna impaciente y hostil. Un silencio ensordecedor.


Bajas inmediatamente por un agua, bebes hasta al fondo. Sabes en el fondo que si no sales de esa pocilga infernal de sudor y ardiente aire de tu habitación enloquecerías hasta jalarte los cabellos.


Sales, y el aire te reconforta. Entonces te dan ganas unas enormes de escribir pero no puedes. Si regresas, sabes que no harás nada y lucharás contra ese ambiente lleno de ardor y pesadumbre.


Te encuentras con una vecina sentada en el pórtico de su casa. Te saluda y pregunta si no puedes dormir. Asientes y dices que te has vuelto impaciente. Observas a su marido sentado con las rodillas rotas. Un gramo de saliva pasa por tu garganta y te imaginas en esa posición incómoda con las rodillas quebradas. De repente no sabes porque tus rodillas punzan como cuando observas que alguien se ha pegado en los testículos y te los acaricias con las manos como señal de ¡qué bueno que no fueron ustedes y están a salvo!.


Han pasado dos horas, mientras te sientas y le platicas de tus días mientras se fuma un cigarro. Viste un short y una playera que le descubre el tórax. Suda como sudan las personas en la costa. A lo lejos dos sombras juegan con un bólido circular que es un balón.


Te dan ganas de hacer lo mismo, pero a la vez dices: El mexicano debe ser muy inteligente y satisfactorio como para jugar con un balón, pero no tiene la misma pericia para leer un libro y distinguir un derecho de una obligación.






Te levantas y vas a la tienda que para tu sorpresa está abierta y te compras una botella de agua. Paradójicamente un tipo alto, con la tripa hinchada y una playera de algodón sin mangas que le descubren los vellos apelmazados por el sudor compra una cerveza. Cuenta a otro tipo flaco que se le descubre un tatuaje en la espalda porque no trae camisa que mañana trabaja, pero qué vale verga y se dará el día. Brindan por ello.






Me alejo y observó el transformador que abastece la acera de mi casa. Él es el responsable de que me encuentre a la una de la mañana comprando una botella de agua cuando debería estar durmiendo. No lo culpo, aunque un cuadrado lleno de fusibles y verdoso como ese puede ser más razonable que la tipa a quién se le reportó la falla eléctrica. Dice que no puede asegurar reparar el daño, y ella cree que uno es pendejo y no sabemos que tienen sub-estaciones de emergencia. Pero ya saben que a los mexicanos no se nos da eso de saber y exclamamos un ya ni pedo.






Regreso de donde partí y observo minuciosamente como el señor con las rodillas rotas que es amigo de mi padre lanza un grito de dolor que se ahoga con la luz de las velas. Suda a granel. Se le esparcen por toda la panza víctima de la cebada. Se movió y se lastimó como se lastiman los católicos con golpes de pecho. Ya saben, redimir el dolor y los pecados es más reconfortante que sentarse a ver la televisión y esos programas donde se atracan por una sopa Nissin.


Su esposa da vueltas en círculos y ya no aguanta nadie nada. Ni él el sopor de la sala y lo rasposo de la cama, ni ella la ansiedad que le consume la paciencia ni su hija la luz de la computadora que apaga rápidamente porque le hartó la música.


Les ayudo a subir al señor al carro. No pueden seguir soportándolo. Diez minutos más y el señor podría salir corriendo aunque se le quebraran las rodillas por completo. Y es allí cuando los miras y te los imaginas jalándose los cabellos y prendiéndose fuego mientras gritan un ¡Puta madre!, de dolor que les aprisiona la garganta. Los observas tirándose al piso y pataleando, pero no un pataleo normal, sino un pataleo como queriendo romper el piso con las rodillas, como queriendo pulir los huesos con esa pesadumbre, con ese ardor, fundirlo con el mosaico de la sala.


No te diste cuenta de cómo pasó pero ya el señor está en el carro. Se despiden de ti, te invitan al hotel del señor, hay clima lanzan como su última oferta. Agradeces pero niegas.


Regresas a tu hogar esculcando las piedras sueltas del pavimento percatándote que la reja de tu casa se oxida gracias al salitre y te das cuenta que las tres de la mañana está a la vuelta de los minutos. Han pasado 300 segundos desde que te sentaste mientras su automóvil se alejaba. Desearías que hubiera luz en ese momento el placer que te causa alejarse ese cuerpo metálico con caucho en los rines.


Un sentimiento de sosiego te invade de repente, una tranquilidad que te inspira dormir. Recuerdas a la luna, y no sabes el por qué. Tus pupilas se dilatan y te olvidas de la luna. Las casas de atrás siguen teniendo luz y te preguntas que harías si las cosas fueran al revés.


Observas tu techo que es blancuzco mientras te quitas los zapatos. Te quitas la bermuda y el bóxer queda al descubierto. El calor sofoca pero te olvidas de ello, se sigue inventando una prisión en tu habitación, una prisión de gente muerte y cadáveres que danzan a la luz del silencio que reprime todo rastro de ruido.


Tu mirada se pierde entre tus recuerdos del día anterior cuando soñabas, un turista ahogándose entre las rocas del mar. Te dan ganas de ahogarte con él. Mientras indagas como hacerlo sin que el dolor te inunde el sentido del tacto nunca te diste cuenta que la luz regresó hace cinco minutos y no estabas allí para contarlo.

sábado, 23 de abril de 2011

Adiós...¿adiós?

Del tiempo, el final es lo que empieza. Hoy por salud te he dicho adiós. En realidad, sólo era un hasta luego, un hasta pronto, un nos volvemos a ver luego mientras me encuentro y reproduzco sin la necesidad de extrañar el fugaz amor que me tuviste. Eso era hasta que cercioraste lo ineludible. Te escudaste al irte, al marcharte te escudaste en una frase como: Que no te amen como quieres, no quiere decir que no te amen con todo su ser. Pero te dije adiós porque así me azotaste las palabras; no tienes razones como para retratar ese amor que como sinónimo las palabras que te dije.

¡Seguramente hay razón en el amor!

Sonará presuntuoso, tuviste la oportunidad de quedarte en mi vida, que fueras parte medular de mis recuerdos, que tus besos me sobrevinieran en las soledades más atroces para reconfortarme las estalactitas del miocardio, pero no, sentenciaste la muerte, quebraste el tiempo en favor del olvido.

Es una lástima, porque nunca sabrás de esta inefabilidad que me consume, que tu nihilismo y tus prejuicios antecedieron a la pulcritud de mis te quieros, y no, no me arrepiento de haberte escrito, ni te maldigo, ni te deseo que te vaya mal en la vida aunque te confesé que te odiaba algunas veces, a las tres de la mañana, quizá a las cuatro, quizá todo el día o quizá en las lunas de un marzo disipado entre cadáveres.

Pero te quise más veces y sabía que me pasaba como a los cascos del caballo en pleno pavimento, pero no importaba, no importó que te fueras, que me sintiese como colinas de cumbres desgastadas, como abismos calcinados, como aire de responso hacia el vacío.

Me regalas una palabra entre tu frase de despedida: Telenovelero; tomémoslo como anodino. Pues anodinas fueron mis palabras más que muertas entre terabytes de la otra vida cibernética que descansa en algún lugar cercano entre tus dedos.

Y probablemente, y probablemente nunca entendiste del todo mis poemas, creo que nunca descifraste lo enigmático, un poliedro subterráneo que como una víbora ardiente en contra de su presa. Nunca entendiste o nos movimos por dos líneas de acción distinta. Nunca hubo semana en mes y mes en semana y ambas en años. Nunca hubo más que el acábose gritado entre la vida que se esfuma entre la yema de los dedos.

Después de un hierático, te regalo el nunca, porque en el nunca sembraste la tumba de dos cuerpos que se alejan y se mueren sobre una espiral de hombres calcinados con las más feroces llamas, con el más potente ácido de la derrota que subyace cuando el pretérito, desapareció entre la angustia que se expande sobre la vida misma que dicta: Todo muere cuando nace.

viernes, 22 de abril de 2011

Te extraño.

Se apodera la añoranza de tus labios hieráticos materializados sobre mis hombros. Mis ojos se adentran en la espesura de los que gritan y la garganta se les desolla con tanta raspadura de traquea. Pues bien, hoy vengo a decirte que te extraño, que los recuerdos palpitaron esta mañana. El tiempo a pesar de caluroso y lleno de sofismas, quema y desgarra de igual forma que tu partida sobre los dinteles del pasado. Hoy no hay perros que ladren, ni perros que duelan tanto porque esta vez como hace casi un mes, no me he sentado a esperarte, pero sí, aunque no te espere y aunque te espere te extraño de igual forma.

Siento un vacío, tan sublime y tan incisivo como el sonido de la pólvora cuando se expande y grita. ¿Has escuchado el llanto de un bebé? Pues así, pero más estruendoso. Es el sonido que se ahoga por el silencio y los balidos de los borregos de algún campo lejano.

Parecí inventar la zozobra con la mañana pegándome sobre la nuca, aunque no me extrañes ni me lo digas, te sigo extrañando, así los grillos sigan cantando sobre los cadáveres, así, los dragones existan, las quimeras se envuelvan entre renglones de libreta. así los niños sigan limpiando cristales.

Así leas esto y nunca regreses, te extraño y duele como duelen los metales al caer sobre el piso húmedo y agrietado de alguna ciudad desapacible e incierta.

Me siento como en un salón de clases donde miles de manos raspan los gises en los pizarrones y no tengo manos para taparme los oídos ni yemas de los dedos para taparme las corneas.

Me siento como desnudo en una avenida repleta de fugaces miradas que acribillan mi cuerpo en una noche cualquiera.

Pues tu boca se marchó de mi boca y no regresará ni con los besos muertos sobre un pretérito que se acaba al final de estas líneas al extrañarte con la luna en el olvido mientras Dios se muere para no resucitar.

Y aunque vinieras te sigo extrañando como extraña la arena el vaivén de las olas del mar.

jueves, 21 de abril de 2011

Tristeza

Me acerco al espejo, ahí está. La tristeza siempre me acompaña. Donde sea, viendo un árbol, observando un lago, escribiendo, caminando, mirando a los seres humanos, donde sea. Ahí está, mi novia la tristeza.

Me sigue, sólo ella me entiende y nunca ha de dejarme solo. Hasta que por supuesto, escriba la última palabra seguida de punto final. Melancolía.

No tanto gerundio por supuesto me acompaña tanto como la tristeza que nos mira y nunca abandona.

Sonriente, otra vez.

La noche espera. Cinco minutos y no llega. Recuerdo como me precipitaba entre dudas cuando el aire del transporte público me golpeaba la cara. ¿Dönde está su sonrisa? No la veo, y es que hace un mes que no la veía atravesar las penumbras y recordarme que el mundo no es triste. Especial sonrisa que atraviesa corazones ásperos como el mío y visiones pesimistas y no me culpo de eso último, ni al mundo, sino porque sabemos que en un mundo feliz, no podría escribir lo que el planeta nos enseña cuando las áridas movedizas arenas de lo intempestivo nos segregan y nos devuelven la vida en segundos.
Viene, es un rojo que adorna los pasos sobre el pavimento gris. Es ella, mi corazón tiembla, se cimbra como aquella última vez bajo su puerta cuando la vi en pijama y le di un chocolate sonriente. Abrazarle siempre es como la primera vez, tan cálido y sutil como cuando te sumerges en el mar y te besa, y piensas que la mejor forma de morir sería ahogándote como la mejor forma de mirar será a través de sus labios acribillando los tuyos.
Me levanto y la saludo. Preguntas habituales. ¿Qué ha sido de tu vida? Parece ser que las noticias de una cruenta balacera no es lo considerable para una chica que nació sonriendo. No es así, porque las estrellas son testigo que como se desenvuelve un hecho entre palabras y la azotea a cincuenta metros de donde el asfalto se asoma.
Cuentas sobre tu vestido y la Ciudad de los Palacios, y es cuando me pregunto si la ciudad de México tiene cierto misticismo porque todos hemos viajado alguna vez allí y es la prueba fehaciente que el smog nunca opacaría la subyacente vida que se desenvuelve en la metropoli.
No, no usarás un vestido que te cubra el cuello pero quizá los pies aunque no tanto. Y es que cuando hablas, me dices que la vida es buena y aunque no lo crea, viniendo de ti lo creo. Aunque no lo crea siempre, pero te veo y digo, es cierto. O quién sabe.
Y es que controlar aduanas es una tarea dificil, y más después de una hora de zumba, porque el cuerpo se mueve, y el sudor se pega y no importa.
Cuando una mujer te acompaña a la parada del autobús puedes sentirte complacido. Pero, que te escolte Helena, sonriente y desafiando el tránsito de los carros después de las diez de la noche te recuerda que la vida es como la sonrisa de aquella muchacha xalapeña que te acompaña mientras te despides rápidamente y la tristeza te invade otra vez al subir a la hojalatería que te lleva hasta tu casa.
Bajar del autobús y perderse en tu propio barrio mientras piensas en las piedras que cuentas sobre el piso es sinónimo de que hay sonrisas que permanecen, otras que abandonan, y otras como la tuya que se quedan para no irse.
Así el silencio te pegue en los hombros y sean las dos de la mañana.

La tristeza.

Hay días para estar triste. Hay días que te sobreviene la tristeza, toca humildemente la puerta y le abres. Para la tristeza no existen los porqués ni los cómos, ni los cuándos ni los dóndes, y a pesar de los pleonasmos que intentan desollarnos las dudas que nos embarga la existencia, la tristeza viene y se posa entre nosotros.

Es la habitante perdida en el reino de los muertos, es la princesa incólume que nos mira y se ríe, no de nosotros los humanos, sino de la humanidad que prolifera y se vanagloria de que somos seres pensantes aunque a veces y sólo a veces demostremos que pensamos cuando el corazón se nos prende y aunque no lo hiciera y la dicotomía del bien y del mal nos acribille el futuro, el pretérito y nos asesine las medias tintas.

Pues bien, vengo a decirles que hoy estoy triste, y no necesariamente tengo un motivo para estarlo, por ejemplo, puedo decirles que observe a un niño en la calle limpiando el cristal de los automóviles que pasan la avenida, y me dirán que es tonto que me sienta así simplemente porque es un desconocido, y quizá sea verdad, es un rostro que a los cinco minutos, quizá dos, o quizá tres o quizá al instante se me borre el recuerdo de sus córneas que gritan hambre y denotan que la marihuana acaricia los ojos de quien sea.

Puedo decirles quizá que estoy triste porque vi la playa vacía y las olas aterrizando sobre la orilla. Que me entristece imaginar a los humanos en las plazas riendo y comprando cosas que quizá no necesiten. Que quizá las olas no reciben la atención que se merece, pues los turistas se meten sobre ellas y dejan sus souvenirs intestinales para pulverizarles la pusilánime pulcritud que les queda.

O quizá decirles que me siento triste porque la ciudad a las cuatro de la mañana abandona todo rastro de ruido y todos duermen, y el viento lleva consigo los sueños perdidos inventados por la alegría y la esperanza y que se funden en el infierno del día siguiente, porque la tristeza agobia como se agobian las iglesias cuando el ser humano abandona la fe sobre sí mismo.

Triste porque el humano vomita después de beberse todo rastro etílico en una discoteca, y exclama soy el más chido y el más popular cuando por dentro es el más vacío, y lo observo, y lo sé y lo sabe pero no lo reconoce, nadie reconoce que las discotecas son el ejemplo más fehaciente del vacío y la soledad. Ni lo harán.

Me siento triste porque a veces pienso que el humano no tiene salvación, aún con la poesía, con el amor, las utopías porque el mundo es distopía hecha, repleta y plena y materializada y es sólo la óptica de dos pupilas entre las doce mil que existen en este mundo tan poblado y tan violento como una paradoja porque sabemos en el fondo que a la vez el mundo es afable y dulce como el olor de la brisa de las costas donde habito y multiplico y me rehago.

Puedo sentirme triste por tu ausencia, tus mentiras, tu abandono, la sonrisa ajena, la vida que se va y no vuelve, o puedo hacerlo por el pretérito, el futuro y el presente que se desliza entre el tiempo que se asfixia y se penetra por los poros del cadáver que avanza como los zombies que nunca hemos visto ni veremos aunque los libros nos hablen de hadas mágicas y dragones y medusas, aunque las medusas existen, en el fondo, en la profundidad pero existen las medusas.

Y tan existen las medusas que existe la tristeza y me imagino entre el gélido burbujeo del agua que me irradia con su temple, me acaricia, me besa y me dice que no hay escapatoria a la tristeza así las olas mueran, las risas sobrevivan y el tiempo finalice entre las tumbas de los muertos que no vienen ni vendrán porque todo se extinguió como se extinguen los recuerdos.

sábado, 16 de abril de 2011

La infausta vida.

Para mi madre, a un año de su transplante.


Han pasado 365 días y unas cuantas horas de aquella tarde cuando partiste en avión junto a mi tía. Observo mi cuarto pintado, mis libros, la televisión que nunca prendo, los periódicos almacenados, y un titipuchal de cosas que habitan en el suelo y otras no tanto. Han pasado unas horas desde el impacto automovilístico y vuelvo observar las mismas cosas, pero esta vez de soslayo alcanzo a distinguir papeles arrinconados como cuando las hojas de los árboles se arrinconan en algún lugar de la naturaleza.



Me siento en la orilla de mi cama, me pongo mis sandalias de noche y camino un rato entre la penumbra silente del pasillo. Ahora, poso mis asentaderas en el borde de las escaleras de color carne y de consistencia maciza. Recuerdo cuando estaban recién construidas y tenían tapetes. Quién sabe donde están los tapetes, quién sabe donde este el polvo de hace años, quién sabe donde estén los papeles que tire al cesto de rabia, quién sabe donde este el tiempo que transcurre y se vuelve pretérito, porque ni allá se encuentra y mucho menos aquí, a la una y media de la mañana con la luz pegándome en los dedos que danzan sobre las teclas.



Miró en forma circunferencial, como un movimiento sísmico o de rotación pero no desde un sólo eje sino de varios. La puerta de tu habitación de color blanca antecede a lo que quiero ver, por lo tanto, imagino aquella sábana verde de tu cama. Me vienen a la memoria tus manos atacando tu piel amarillenta y quebrada porque la comezón te perforaba la paciencia. Te veía, a través de tus ojos sentías arder entre volcanes y círculos de fuego que te abrasaban, sogas totalmente feroces que te ataban el cuello, hormigas que te mordían y trituraban lo que quedaban de tus nervios.



Los días sin dormir hablando sola o algunas veces por teléfono, la abulia incontenible de nunca pararte de la cama para al menos, ingerir alimento. Tus lágrimas derramadas, tu cara que no podía soportar tanta crueldad, tanta indiferencia, y así, entre esas sábanas verdes conociste el verdadero rostro del humano, la máscara atada a los ojos muertos, el corazón sumergido en dualismos y supiste diferenciar entre palabras y acciones que no siempre y casi nunca concuerdan ni concordarán porque la voluntad de olvido los aprisiona y condena hasta el fin de los años, y eso, ya lo sabes, porque así son las enfermedades, te desnudan el rostro y te vuelven escéptico ante cualquier sonrisa maquillada de lo superfluo.


El silencio reina el pasillo, a lo lejos los coches como que pasan sobre el pavimento pero sin hacerles daño. El sonido lento y consumido parece indicar que la ciudad duerme y seguirá durmiendo pero todos sabemos que no todas las pestañas se pegan, ni todos las córneas descansan pues mientras unos sueñan, los otros destruyen sueños, mientras unos sufren, otros gozan mientras unos escriben, otros duermen.


Ambos sabemos que las discusiones bizantinas, las risas incontenibles, las salidas efímeras tratando de ahorrar el escaso dinero que había, nuestras pláticas en la madrugada, las sobadas de pie, los viajes en el metro golpeados por el subdesarrollo, las lágrimas derramadas sobre los hombros y que ahí permanecen estáticas sobre las cicatrices del tiempo que transcurre y no olvida, los cables que te ataron en aquella habitación cuando te vistieron de blanco, los taxis que te perdían por San Fernando, las dos primeras oportunidades que no se concretizaron pero te dieron una tercera, los doctores y su astucia, el smog de la metropolí, la casita azul para el desayuno, las escaleras de la tía Ofe, las bolsas de yute, las bolitas del respirador que debías levantar con la fuerza de tu pulmón, las compras con la Güera, los domingos en la mañana en los Lavaderos, y el génesis de las travesías en la terminal Taxqueña nunca dejaran de revivirse como escenas en nuestra memoria.

Y así hoy estemos a un año y mañana a diez, porque según el abuelo, la vida te acuesta y levanta las veces que sean necesarias.

Y nos seguirá levantando, así sean a las siete de la mañana para ir a desayunar unos tacos de guisado mientras la vida sigue su curso, su trama, renovándose y llevándonos al desenlace y su raigambre que nunca llega porque después de la muerte nada es certero, porque ni siquiera antes de la historia sabemos donde caerán las canicas de los minutos, ni el vaivén de los brazos agitándose, ni el de la espuma de las olas desembocando en la orilla, ni el del trino de las tumbas gritando los silencios de los muertos.

Sigamos cantando, mientras haya flores en el campo habrá manera de sentarse junto al césped y recitar un poema con la luna alegrándonos la nocturna existencia.




Y el tiempo.


    los segundos.


        Y alguna veces la infausta vida.








La vie est triste mais est vie.

martes, 12 de abril de 2011

Homo nihil.

Los ojos atiborrados de lágrimas, la penumbra del crepúsculo asfixiando todo rastro de ruido y una pesadumbre cayendo sobre mi nuca cuando la metástasis del miedo irrumpe en la atmósfera porteña. Una vorágine inefable de sopor y aire mefítico rodeándome mientras danzo hoy por las ruinas de este mundo estúpido y lleno de cuerpos insolubles que emanan incongruencia. El asco de mis intestinos, el sonido de los grillos, la tristeza de los jardines, los suburbios como espectros y los camiones que destrozan el pavimento agrietado. Las grietas me recuerdan que llegué a este mundo, insufrible y gozable pero no, me iré y nadie me recordará como nadie rememora los panteones las noches de fin de año, porque todo es cerveza y aire hipócrita disfrazado de una fraterna jovialidad. Atisbo y camino, y el aire me pega en la cara y me sigue golpeando porque en realidad no miro y sólo escucho silencio, y mis oídos fabrican un ruido medio extraño e insoslayable como si el mar se moviera pero no puede ser el mar, porque no hay mar en mi derredor sólo hay un ramerío pero en realidad hay nada, un aire vacío que me acribilla los pómulos que me dice y cuenta que un movimiento, un segundo, un sólo paso es una partícula de polvo y el polvo no importa en el mundo como las piedras, los insectos, las bacterias, porque el mundo es infinito, y no infinitesimal y esto último para el ojo humano nunca sirve porque no lo percibimos, los humanos desechamos e incluso desechables somos como platos de unicel y es que todo compramos, consumimos y dejamos rescoldos asquerosos que solemos llamar basura, pero podríamos llamarlo desperdicio y se almacena en la tierra y los olores que emergen son agrios como nuestro sudor y apestoso como nuestra mierda y la mierda sería nuestra cualidad más grande sino fuera porque nos hacemos superiores creando armas e instrumentos pero no somos más que cadáveres revividos que chupan la esencia de este mundo porque si no lo fuere así, los mares no estarían llenos de mercurio y contaminados como el vómito de todos nosotros que malamente nos llamaron homo sapiens sapiens, cuando somos homo nihil, homo nadie, homo nada como el espacio que hay entre mis lágrimas y el mundo que explota y seguirá explotando aunque muera, porque soy infinitesimal, una partícula de polvo que se va al abismo de los muertos.

sábado, 9 de abril de 2011

Esta vez

Esta vez no hay grillos, ni lunas. Hay un cielo nublado que me recuerda el día anterior cuando tus pasos alejándose de mí dijeron: Me voy, no te quiero ver.

Y así sucesivamente hasta que ya jamás nos vimos ni supe de ella. Lo último que supe fueron sus pasos alejándose mientras mi corazón se quebró cuando esa vez si habían grillos y lunas.