lunes, 21 de febrero de 2011

Fisuras.

No suelo pertenecer al tipo de personas que va contando cuantas piedritas, chiquititas, caben en las fisuras del asfalto. Ese pavimento, fulminado por el caucho que rodea el aluminio y algunas veces fierro de los rines de los automóviles furiosos, incisivos y fugaces que atraviesan y perforan esas grietas que, ahora me pongo a contarlas, y me observo lo patético que puede ser uno cuando cae en el tedio.

Unos se masturban, otros se jalan el cabello como locos, unos más tomarán agua de jamaica sentados en su sillón depositando la mirada pérdida en el horizonte de la nada. Yo prefiero contar cosas, esta vez, quise contar las piedras, imaginándome quizá, ganando algún premio que se llamará "Contador de fisuras 2011".

Pero ya ni supe delimitar. Afortunadamente, en esto del empirismo la metodología no se toma muy enserio, y ya no supe si conté fisuras, o piedritas, o si de plano ambas hasta llegar de plano, a un número impar, 577. Y eso sólo fue en una recta de aproximadamente un kilómetro.

Si un kilómetro equivale a 577 piedras-fisuras...¿a cuánto equivale la fuerza motriz del automóvil que perfora los intestinos del chapopote y volverlo sinuoso?

Cada cambio de llanta sobrepasa los setecientos pesos, las piedritas hacen fisuras y las fisuras baches. La culpa de todo la tienen las piedritas.

Algo así parecido pasa en las familias, nunca sabes a cuanto equivale un kilómetro mientras las piedritas son el acto culposo de la degradación social. Nunca se sabrá el resultado de la regla de tres, me dije, mientras bebí agua de jamaica y ya no supe de mí hasta el siguiente día que encontré la jamaica derramada en el sillón milenario de mi madre.

Me castigaron diez días sin televisión.

sábado, 19 de febrero de 2011

Despierta.

Para la colega, Améliee

¿Qué es lo que atraviesa tu mirada recién decorada? Me sobreviene tu cuerpo caminando lentamente entre el engrudo humano, traes la mirada perdida, quizá no tanto como la foto que observo de tí en estos instantes. Quisiera decirte, que eres la mujer más hermosa del mundo. Pero, ¿qué soy yo para dar tal aseveración? Lo único que puedo asegurarte, es que sonríes y me pintas un camino donde floto y levita mi ser ontológico y a la vez choco contra el pavimento aéreo.

Observo otra vez, algo miras, del misterio de tus córneas emana la interrogación y de la interrogación nace mi ser dubitativo. Incertidumbre, lo llaman algunos.

Atrás, te acosa una pared blanca opaca, pálida, no combina con tu indumentaria de azules y negros, eso me recuerda que tras de mí se encuentra mi novia, la tristeza.

Quisiera abrazarte a través de la pantalla, ¿estarás despierta?, seguramente no lo sé de cierto.

Mientras mi novia pone su faceta de celos empedernidos, doy vuelta en círculos de mi habitación, tomo un libro de Sabines, reitero mis ojos sobre tu boquita de sonrisa sutil, mientras observas eso que nunca parece podré saber...

La tarde se puso triste, pero busco que me hagas un lugarcito para soñar y olvidar el reloj.

jueves, 17 de febrero de 2011

Poulain.

Hoy me embarga la tristeza. Ha caído la esquizofrenia de mis pupilas sobre tu cadaver inmenso de querer amor. Ante el labio terso y el delgado hilo del presente, se evoca mis rescoldos deseosos de ataque sobre las venas de tu cuello.

A pesar de la melancolía y el dolor perenne sobre mis córneas, los metatarsos y la frontera de mis intestinos flotan sobre el comino de tus labios no mordidos, de los anhelos en la búsqueda y los acueductos de tu pequeño cuerpo encogido por la naturaleza.

Déjame explorarte como lo hicieron con América, déjame contemplarte como niño al mar, permíteme romperte las dudas como filósofo existencial, sólo déjame nadar sobre tu asfalto corpóreo, tus sueños invocados y tu mirada triste que bastará para mi gnosis.

Suenan los chubascos, pequeñitos, pero suenan sobre el silencio de la humedad costeña que desciende sobre los albores de mi casa, los derredores de mi patio, los límites de mi habitación.

Hoy la almohada es débil, lánguida como mis párpados que batallan a contra luz de tinieblas de tus pestañas, la erubescencia de tus actos que me almuerzo en la cena; sine qua non sobrevivo a través de tí y tu chispa dicharachera de hacerme mártir.

domingo, 6 de febrero de 2011

treinta y nueve punto cinco segundos.

Conocí a Helena una tarde gris, con el gélido panorama de la intemperie acribillando los hombros de los cálidos porteños. Entró por la puerta con una sonrisa de par en par, como ignorando las soledades que pueblan los humanos. ¡Es una maravilla! me dije. Era un día sobre desvaríos y otros descontentos, en realidad, era uno de esos problemas que se arreglan con acordar significantes. Fue dirimido en un rincón de un edificio donde tres amigos tomaban sus clases de invierno. Yo era uno de esos amigos, los otros dos eran los que intentaban ponerse de acuerdo, que terminó siendo un acuerdo de ósculo inmediato, de velocidad luz sobre el pavimento que pisaban mis tenis de color blanco mientras Helena se acercaba con un a botella de agua, y con esa sonrisa que trae pegada siempre.

Sostenía en mis manos un libro de Jean Paul Sartre, habíamos saludado nuestras almas minutos antes frente a una rítmica instantánea de monitores sobrepuestos de esos vetustos de los años noventa. Fue maravilloso conocer a una muchacha que le sonríe a extraños. Hizo recordarme la época de niño cuando le sonreías a un vagabundo sin saber que era una persona diferente, desafortunada. Esta vez yo fui el vagabundo, y supe que Helena tenía la alma de color turquesa.

Uno no va sonriéndole al mundo porque sí, eso se acabó, o eso pensé hasta que conocí a Helena, más bien cuando se sentó junto a mí y me sonrió desinteresadamente. Me puse nervioso, uno no acepta sonrisas cuando se la pasa escribiendo sobre la muerte, asuntos políticos, el infausto mundo que es en esencia lo mismo.

Cuando el noseque de la sonrisa helénica atravesó mis córneas llegando a mi hipófisis para luego erizarme la piel y detenerme el corazón, supe que tendría que regalarle dulces.

No se, los dulces son fantásticos, y más los chocolates. No volví a saber de Helena hasta varias semanas después.

En realidad, siempre supe de ella por mi amiga que es su vecina. Es extraño.

Un día no esperado, pensé en comprarle un chocolate y lo anduve trayendo hasta que charlabamos por computadora estando yo escribiendo fuera de su habitación. Lo más extraño es que nunca habíamos charlado directamente por la cibernética, sólo saludos esporádicos.

Sus brazos me hicieron pensar que el infierno no existe, reducirlo a cuando me soltó al instante. Pero me volvió abrazar. Eran mágicos sus brazos, era como cuando niño disfrutabas ver las burbujas de un recipiente circular se rompen y se juntan y se abren y se expanden por todo el parque.

Hoy los parques ya no se visitan, pero eso no importaba porque Helena olía demasiado a perfume, no se si era el de su cuerpo pero viajé hasta la luna en su pijama, a pesar que hacía un frío de la chingada.

Fueron treinta y nueve punto cinco segundos. Ese fue el lapso que transcurrió todo. Lo fascinante de todo es como ríe y ríe, pareciese que el monitor donde ella se recrea en las noches contará chistes. Pero no, Helena sonríe y ríe, llena las habitaciones de sonrisas.

El día que conocí a Helena, llevaba bufanda y lentes negros. También una boina de color blanco y era viernes, los viernes regularmente no se conoce a nadie por las tardes, sino por las noches.

Pero seguramente de eso Helena ya no se acuerda así como tampoco se acordará de mí en algunos años, porque mi rostro se olvida con el tiempo.

Helena, Helena, Helena, eso retumba en mi mente hasta esta hora, después de tres cervezas con el clima a veinte grados y unos papeles desordenados de donde transcribo y me hizo pensar que Xalapa y Veracruz están más cerca que cien kilómetros y una hora de camino.
El día que conocí a Helena, nunca será todo igual.

Ni siquiera las tardes grises, pues ahora son turquesas y cada vez que me desvanezco se que Helena estará sonriéndome en la nada mientras controla aduanas y desgarro el papel de mi libreta con mi pluma, así las tardes sean grises y Helena esté sonriéndome desde lejos cada treinta y nueve punto cinco segundos.