lunes, 25 de abril de 2011

Se fue la luz



Se fue la luz. En las ciudades a menudo suele irse la luz. No entiendo nada de fusibles ni maquinarias centrífugas. Y nunca me ha dado por saber, no lo sé, no lo he sentido necesario. Que se vaya la luz un día de Pascua como le llaman los católicos, podría ser interpretado como un castigo divino y esas cosas metafísicas que tampoco entiendo. Y es que de acuerdo a la lógica de los adultos, ¿Qué puedes saber de la vida a los diecinueve años?


Empecemos. Son las once y me digo que no va a tardar en regresar. Por un lado lo maldigo porque justo cuando leía unos poemas de la generación Beat, se fue la luz. Pero en realidad no, empiezo mal y mintiendo. ¿Eso me convierte en un adulto? Sigamos. Mi madre almorzaba una hamburguesa mientras música de trova danzaba entre las cuatro paredes del comedor. Mi madre me contaba sobre su día que nunca es como los demás, y ambos lo sabemos.


El único día repetible que he tenido en mi vida, es cuando no quise salir de mi habitación porque simplemente no quería. No leí, hice nada. Y ahora enfrento el peligro de repetirlo por tercera ocasión mientras en la penumbra escucho a la hamburguesa gritar entre los dientes de mi madre.


Mi madre pide que me acerque a un pequeño altar con miles de figuras que no distingo para jalar la veladora. Debo admitir que me dan miedo los pinches altares. Las figuras siempre sonríen, pero tienen una sonrisa macabra y estruendosa como la sonrisa falsa de los que mienten, como la sonrisa falsa de los que te miran con envidia.


Es de un color rojo de fulgor escarlata, la tomo debajo para no quemarme por recomendación de mi madre, pues ya saben que a los clasemedieros no se nos da eso de cargar una veladora. No se si cuando te haces cura, haya una materia para aprender a mover una veladora de lugar, y si no, pues qué aburrido eso de ser cura.


Coloco la llama envuelta en un cilindro grabada con letras y espero que el último rescoldo de hamburguesa sea ingerida por la traquea de mi madre. ¿Nunca han sentido ansias cuando la penumbra te agobia? Si no pues qué bueno, porque a mi tampoco. Lo que sí puedo decirles es que aunque muchos escritores nunca saquen a su madre en sus cuentos, yo sí lo hago porque te inunda de sosiego platicar con la única persona que te entiende en tu casa. ¿A poco no?


Me retiro a mi habitación sin antes mis pies librar una batalla de kickboxing con las sombras que adornan la escalera y los pasillos. Entre la ausencia de luz y ruido, puede haber algún libro tirado y no saben cuanto me duele eso de maltratar un libro. Prendo la laptop. Sabemos que no hay internet y me pongo a leer unas crónicas de Leila Guerreiro sobre los muertos que Videla sepultó en Argentina durante la última dictadura militar y de Bernardo Gutiérrez, español que se insmiscuyó en las favelas de Brasil para corroborar que el gobierno quiere legitimar el monopolio legítimo de la violencia como nos decía Max Weber.


El gusto duró veinte minutos, pues la batería se agotó como se agotan las municiones de agua y comida en el desierto. Pero esta vez este era un desierto no de sol y arena con serpientes venenosas al acecho, este era un desierto carente de ruido, de luz, donde sólo se vislumbraban los fulgores de la calle a través de mi ventana, una luna rojiza como mordida por un hambriento vagabundo y las únicas serpientes eran los libros de una modesta biblioteca que no me acecharían a las manos, porque no pueden leerse.


Pensé que dormiría, en realidad estaba tan aburrido que pensé conciliar el sueño pero no. No saben que cuando la penumbra acecha en las costas, los infiernos se inventan a través de picaduras de zancudos. Por aquí por allá y lo típico, te tapas con la más delgada de tus sabanas. Te das cuenta que el calor es insoportable y quieres sentirte entre una tina y sólo dormir pero no, tu sueño se disipa entre el aleteo de los mosquitos. Usas desesperadamente tus manos para matar, para volverte un asesino pero eres demasiado lento. Y el infierno, es parsimonioso y el silencio te envuelve como la sabana que dejas intempestivamente porque el calor es insoportable, y entonces el ambiente se torna impaciente y hostil. Un silencio ensordecedor.


Bajas inmediatamente por un agua, bebes hasta al fondo. Sabes en el fondo que si no sales de esa pocilga infernal de sudor y ardiente aire de tu habitación enloquecerías hasta jalarte los cabellos.


Sales, y el aire te reconforta. Entonces te dan ganas unas enormes de escribir pero no puedes. Si regresas, sabes que no harás nada y lucharás contra ese ambiente lleno de ardor y pesadumbre.


Te encuentras con una vecina sentada en el pórtico de su casa. Te saluda y pregunta si no puedes dormir. Asientes y dices que te has vuelto impaciente. Observas a su marido sentado con las rodillas rotas. Un gramo de saliva pasa por tu garganta y te imaginas en esa posición incómoda con las rodillas quebradas. De repente no sabes porque tus rodillas punzan como cuando observas que alguien se ha pegado en los testículos y te los acaricias con las manos como señal de ¡qué bueno que no fueron ustedes y están a salvo!.


Han pasado dos horas, mientras te sientas y le platicas de tus días mientras se fuma un cigarro. Viste un short y una playera que le descubre el tórax. Suda como sudan las personas en la costa. A lo lejos dos sombras juegan con un bólido circular que es un balón.


Te dan ganas de hacer lo mismo, pero a la vez dices: El mexicano debe ser muy inteligente y satisfactorio como para jugar con un balón, pero no tiene la misma pericia para leer un libro y distinguir un derecho de una obligación.






Te levantas y vas a la tienda que para tu sorpresa está abierta y te compras una botella de agua. Paradójicamente un tipo alto, con la tripa hinchada y una playera de algodón sin mangas que le descubren los vellos apelmazados por el sudor compra una cerveza. Cuenta a otro tipo flaco que se le descubre un tatuaje en la espalda porque no trae camisa que mañana trabaja, pero qué vale verga y se dará el día. Brindan por ello.






Me alejo y observó el transformador que abastece la acera de mi casa. Él es el responsable de que me encuentre a la una de la mañana comprando una botella de agua cuando debería estar durmiendo. No lo culpo, aunque un cuadrado lleno de fusibles y verdoso como ese puede ser más razonable que la tipa a quién se le reportó la falla eléctrica. Dice que no puede asegurar reparar el daño, y ella cree que uno es pendejo y no sabemos que tienen sub-estaciones de emergencia. Pero ya saben que a los mexicanos no se nos da eso de saber y exclamamos un ya ni pedo.






Regreso de donde partí y observo minuciosamente como el señor con las rodillas rotas que es amigo de mi padre lanza un grito de dolor que se ahoga con la luz de las velas. Suda a granel. Se le esparcen por toda la panza víctima de la cebada. Se movió y se lastimó como se lastiman los católicos con golpes de pecho. Ya saben, redimir el dolor y los pecados es más reconfortante que sentarse a ver la televisión y esos programas donde se atracan por una sopa Nissin.


Su esposa da vueltas en círculos y ya no aguanta nadie nada. Ni él el sopor de la sala y lo rasposo de la cama, ni ella la ansiedad que le consume la paciencia ni su hija la luz de la computadora que apaga rápidamente porque le hartó la música.


Les ayudo a subir al señor al carro. No pueden seguir soportándolo. Diez minutos más y el señor podría salir corriendo aunque se le quebraran las rodillas por completo. Y es allí cuando los miras y te los imaginas jalándose los cabellos y prendiéndose fuego mientras gritan un ¡Puta madre!, de dolor que les aprisiona la garganta. Los observas tirándose al piso y pataleando, pero no un pataleo normal, sino un pataleo como queriendo romper el piso con las rodillas, como queriendo pulir los huesos con esa pesadumbre, con ese ardor, fundirlo con el mosaico de la sala.


No te diste cuenta de cómo pasó pero ya el señor está en el carro. Se despiden de ti, te invitan al hotel del señor, hay clima lanzan como su última oferta. Agradeces pero niegas.


Regresas a tu hogar esculcando las piedras sueltas del pavimento percatándote que la reja de tu casa se oxida gracias al salitre y te das cuenta que las tres de la mañana está a la vuelta de los minutos. Han pasado 300 segundos desde que te sentaste mientras su automóvil se alejaba. Desearías que hubiera luz en ese momento el placer que te causa alejarse ese cuerpo metálico con caucho en los rines.


Un sentimiento de sosiego te invade de repente, una tranquilidad que te inspira dormir. Recuerdas a la luna, y no sabes el por qué. Tus pupilas se dilatan y te olvidas de la luna. Las casas de atrás siguen teniendo luz y te preguntas que harías si las cosas fueran al revés.


Observas tu techo que es blancuzco mientras te quitas los zapatos. Te quitas la bermuda y el bóxer queda al descubierto. El calor sofoca pero te olvidas de ello, se sigue inventando una prisión en tu habitación, una prisión de gente muerte y cadáveres que danzan a la luz del silencio que reprime todo rastro de ruido.


Tu mirada se pierde entre tus recuerdos del día anterior cuando soñabas, un turista ahogándose entre las rocas del mar. Te dan ganas de ahogarte con él. Mientras indagas como hacerlo sin que el dolor te inunde el sentido del tacto nunca te diste cuenta que la luz regresó hace cinco minutos y no estabas allí para contarlo.

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