sábado, 16 de abril de 2011

La infausta vida.

Para mi madre, a un año de su transplante.


Han pasado 365 días y unas cuantas horas de aquella tarde cuando partiste en avión junto a mi tía. Observo mi cuarto pintado, mis libros, la televisión que nunca prendo, los periódicos almacenados, y un titipuchal de cosas que habitan en el suelo y otras no tanto. Han pasado unas horas desde el impacto automovilístico y vuelvo observar las mismas cosas, pero esta vez de soslayo alcanzo a distinguir papeles arrinconados como cuando las hojas de los árboles se arrinconan en algún lugar de la naturaleza.



Me siento en la orilla de mi cama, me pongo mis sandalias de noche y camino un rato entre la penumbra silente del pasillo. Ahora, poso mis asentaderas en el borde de las escaleras de color carne y de consistencia maciza. Recuerdo cuando estaban recién construidas y tenían tapetes. Quién sabe donde están los tapetes, quién sabe donde este el polvo de hace años, quién sabe donde estén los papeles que tire al cesto de rabia, quién sabe donde este el tiempo que transcurre y se vuelve pretérito, porque ni allá se encuentra y mucho menos aquí, a la una y media de la mañana con la luz pegándome en los dedos que danzan sobre las teclas.



Miró en forma circunferencial, como un movimiento sísmico o de rotación pero no desde un sólo eje sino de varios. La puerta de tu habitación de color blanca antecede a lo que quiero ver, por lo tanto, imagino aquella sábana verde de tu cama. Me vienen a la memoria tus manos atacando tu piel amarillenta y quebrada porque la comezón te perforaba la paciencia. Te veía, a través de tus ojos sentías arder entre volcanes y círculos de fuego que te abrasaban, sogas totalmente feroces que te ataban el cuello, hormigas que te mordían y trituraban lo que quedaban de tus nervios.



Los días sin dormir hablando sola o algunas veces por teléfono, la abulia incontenible de nunca pararte de la cama para al menos, ingerir alimento. Tus lágrimas derramadas, tu cara que no podía soportar tanta crueldad, tanta indiferencia, y así, entre esas sábanas verdes conociste el verdadero rostro del humano, la máscara atada a los ojos muertos, el corazón sumergido en dualismos y supiste diferenciar entre palabras y acciones que no siempre y casi nunca concuerdan ni concordarán porque la voluntad de olvido los aprisiona y condena hasta el fin de los años, y eso, ya lo sabes, porque así son las enfermedades, te desnudan el rostro y te vuelven escéptico ante cualquier sonrisa maquillada de lo superfluo.


El silencio reina el pasillo, a lo lejos los coches como que pasan sobre el pavimento pero sin hacerles daño. El sonido lento y consumido parece indicar que la ciudad duerme y seguirá durmiendo pero todos sabemos que no todas las pestañas se pegan, ni todos las córneas descansan pues mientras unos sueñan, los otros destruyen sueños, mientras unos sufren, otros gozan mientras unos escriben, otros duermen.


Ambos sabemos que las discusiones bizantinas, las risas incontenibles, las salidas efímeras tratando de ahorrar el escaso dinero que había, nuestras pláticas en la madrugada, las sobadas de pie, los viajes en el metro golpeados por el subdesarrollo, las lágrimas derramadas sobre los hombros y que ahí permanecen estáticas sobre las cicatrices del tiempo que transcurre y no olvida, los cables que te ataron en aquella habitación cuando te vistieron de blanco, los taxis que te perdían por San Fernando, las dos primeras oportunidades que no se concretizaron pero te dieron una tercera, los doctores y su astucia, el smog de la metropolí, la casita azul para el desayuno, las escaleras de la tía Ofe, las bolsas de yute, las bolitas del respirador que debías levantar con la fuerza de tu pulmón, las compras con la Güera, los domingos en la mañana en los Lavaderos, y el génesis de las travesías en la terminal Taxqueña nunca dejaran de revivirse como escenas en nuestra memoria.

Y así hoy estemos a un año y mañana a diez, porque según el abuelo, la vida te acuesta y levanta las veces que sean necesarias.

Y nos seguirá levantando, así sean a las siete de la mañana para ir a desayunar unos tacos de guisado mientras la vida sigue su curso, su trama, renovándose y llevándonos al desenlace y su raigambre que nunca llega porque después de la muerte nada es certero, porque ni siquiera antes de la historia sabemos donde caerán las canicas de los minutos, ni el vaivén de los brazos agitándose, ni el de la espuma de las olas desembocando en la orilla, ni el del trino de las tumbas gritando los silencios de los muertos.

Sigamos cantando, mientras haya flores en el campo habrá manera de sentarse junto al césped y recitar un poema con la luna alegrándonos la nocturna existencia.




Y el tiempo.


    los segundos.


        Y alguna veces la infausta vida.








La vie est triste mais est vie.

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