jueves, 21 de abril de 2011

La tristeza.

Hay días para estar triste. Hay días que te sobreviene la tristeza, toca humildemente la puerta y le abres. Para la tristeza no existen los porqués ni los cómos, ni los cuándos ni los dóndes, y a pesar de los pleonasmos que intentan desollarnos las dudas que nos embarga la existencia, la tristeza viene y se posa entre nosotros.

Es la habitante perdida en el reino de los muertos, es la princesa incólume que nos mira y se ríe, no de nosotros los humanos, sino de la humanidad que prolifera y se vanagloria de que somos seres pensantes aunque a veces y sólo a veces demostremos que pensamos cuando el corazón se nos prende y aunque no lo hiciera y la dicotomía del bien y del mal nos acribille el futuro, el pretérito y nos asesine las medias tintas.

Pues bien, vengo a decirles que hoy estoy triste, y no necesariamente tengo un motivo para estarlo, por ejemplo, puedo decirles que observe a un niño en la calle limpiando el cristal de los automóviles que pasan la avenida, y me dirán que es tonto que me sienta así simplemente porque es un desconocido, y quizá sea verdad, es un rostro que a los cinco minutos, quizá dos, o quizá tres o quizá al instante se me borre el recuerdo de sus córneas que gritan hambre y denotan que la marihuana acaricia los ojos de quien sea.

Puedo decirles quizá que estoy triste porque vi la playa vacía y las olas aterrizando sobre la orilla. Que me entristece imaginar a los humanos en las plazas riendo y comprando cosas que quizá no necesiten. Que quizá las olas no reciben la atención que se merece, pues los turistas se meten sobre ellas y dejan sus souvenirs intestinales para pulverizarles la pusilánime pulcritud que les queda.

O quizá decirles que me siento triste porque la ciudad a las cuatro de la mañana abandona todo rastro de ruido y todos duermen, y el viento lleva consigo los sueños perdidos inventados por la alegría y la esperanza y que se funden en el infierno del día siguiente, porque la tristeza agobia como se agobian las iglesias cuando el ser humano abandona la fe sobre sí mismo.

Triste porque el humano vomita después de beberse todo rastro etílico en una discoteca, y exclama soy el más chido y el más popular cuando por dentro es el más vacío, y lo observo, y lo sé y lo sabe pero no lo reconoce, nadie reconoce que las discotecas son el ejemplo más fehaciente del vacío y la soledad. Ni lo harán.

Me siento triste porque a veces pienso que el humano no tiene salvación, aún con la poesía, con el amor, las utopías porque el mundo es distopía hecha, repleta y plena y materializada y es sólo la óptica de dos pupilas entre las doce mil que existen en este mundo tan poblado y tan violento como una paradoja porque sabemos en el fondo que a la vez el mundo es afable y dulce como el olor de la brisa de las costas donde habito y multiplico y me rehago.

Puedo sentirme triste por tu ausencia, tus mentiras, tu abandono, la sonrisa ajena, la vida que se va y no vuelve, o puedo hacerlo por el pretérito, el futuro y el presente que se desliza entre el tiempo que se asfixia y se penetra por los poros del cadáver que avanza como los zombies que nunca hemos visto ni veremos aunque los libros nos hablen de hadas mágicas y dragones y medusas, aunque las medusas existen, en el fondo, en la profundidad pero existen las medusas.

Y tan existen las medusas que existe la tristeza y me imagino entre el gélido burbujeo del agua que me irradia con su temple, me acaricia, me besa y me dice que no hay escapatoria a la tristeza así las olas mueran, las risas sobrevivan y el tiempo finalice entre las tumbas de los muertos que no vienen ni vendrán porque todo se extinguió como se extinguen los recuerdos.

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