martes, 23 de noviembre de 2010

Despedida.

Hacer tormentas con minúsculas gotas de agua es la especialidad de estas manos, que son serpientes, según la condición de un poema de amorosos. Es el fin, la debacle, la zozobra de mi corazón una vez más no correspondido.

Pero esta vez, el dolor está en el punto álgido. Es el cismo de las ráfagas fulminantes del cuerpo, que lagrimea, cae, y le crujen los huesos, hay un vacío donde la congoja está en el grado culminante del desgarramiento de los anhelos.

Mientras una tecla escúchase, el dolor aumenta, se eleva al doble mientras suspiras e ignoras y se triplica al darme golpes de pecho, cayendo de la nube, donde el desdén será mi pan.

Costumbre es pretérito. No eres la primera que se va, cuando yo estoy en una sintonía de imaginar todo.
Consumido, el suplicio toma el curso, mientras fuera la luna se asoma, expande al igual que las gotas de un fregadero se escabullen por los deseos de tenerte junto a mí.

Aquí es cuando el hubiera nos recuerda que tan etéreos somos, y que tan importantes nos volvemos y donde la sensibilidad del duro se vuelve más frágil que el comino.

Es doloroso, como un rumiante devorando las carnes del miocardio cuando abres ciclos para luego cerrarlos. Y que camines por la calle, y la veas, radiante, sonriente, como si nada hubiese pasado.

Es que nada paso, todo fue imaginación. ¿decir nunca, el nunca? Decir, de esa agua jamás beberé, por favor. Soy y seré agua que jamás se beberá, y quedaré como lo que fui siempre, polvo, olores fétidos.

EL polvo que todos olvidan, dejan, y nadie recuerda.

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