sábado, 18 de septiembre de 2010

Huracán.

Nueve de la mañana de una ciudad de algarabia solemne y precursora de historia. Un hecho sin precedentes, el meteoro quebrantó esparanzas, atacó colinas, edificios y destrozó suburbios, los desafortunados, suburbios.

El tiempo arribaba las once, la ciudad hecha un desparpajo de árboles ferozmente aterrizados, objetos rotos, muros derruidos, personas muertas, damificados del hambre en la cúspide y, aún, no concluía la furia natural ante el hombre, siempre desprotegido.

El hombre, es, según Aristóteles, aquél animal capaz de utilizar la naturaleza a su antojo, el lenguaje, el ambiente, y todo aquello más allá de la misma satisfacción de las necesidades. Nos definía como un zôon politikón. Pues no, pareciese.

Extranjeros atónitos, un centro irreconocible de una naturaleza irreverente que no perdona condiciones. Si el humano reclama, entonces, la hipocrecía nos deja en el primer lugar de la ingenua inocencia. La humanidad cuando ha perdonado para saciar su hambre de poder. ¿cuándo? Es pregunta y respuesta.

Llegaban las dos, entre tres y cuatro, cuando terminó la proeza de una naturaleza empedernida al demostrarnos que somos vulnerables, ante ella, susceptible del olvido convenenciero de un mundo regido por significante y significado. Entendamos, no somos el más alto animal en la cumbre de eslabón alimentario.

¿Para que nos sirve la palabra, la reflexión, si el rizoma de la realidad es un nexo enfrascado de lucha y de fuerzas coercitivas entre los mismos elementos del modelo epistemológico y descriptvo?

Cinco de la tarde, los vecinos recogían el desastre, se asombraban ante aquel ecocidio de ramas y árboles que rendían pleitesía al suelo, repleto de tierra venida a kilómetros sur. Eso, no importa mucho, importaba más los daños a la morada de concreto que construyeron, el chisme, como acto de culturalización del colono víctimado. En mucho tiempo, no se veía un acto de rito, de contragolpe natural.

La luz, valga la redundancia, ni sus luces. La noche empezaba asomarse, en un cielo nublado dónde el sol quiso asomar el cuerpo, pero nadamás asomó un poquito la mano, o quizá sólo un dedo.

Once y media de la noche, la luz regresó intempestivamente. La alegría regreso, como regresa el perro al hogar después de vagabundear en algun barrio lacerante del olvido, y entonces, el desparpajo de ramas muertas y bichos caídos descollan en algún lugar de mi barrio, escenografía repetitiva de cualesquiera haya pasado una situación igual.

Decía Max Weber, Todos los signos meteorológicos de la economía indican un crecimiento de la no-libertad.
Todos los signos meteorológicos de la naturaleza indican un crecimiento de la vulnerabilidad de la humanidad, de la no-libertad hecha imagen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario