miércoles, 22 de septiembre de 2010

Entrenamiento

Entreno mis párpados para jamás cerrarlos.

Olvidó que soy humano, de repente, hago milagros, los encierro, los exprimo.

Onomástico de dudas y pronombres.

La luna, reposa en algún lugar de lo devastado. Gatitos repugnantes se postran en el alambrado mientras sus hígados bañan las púas de un líquido rojizo, el olor a pestilencia es inquebrantable mientras oblitera el poco aroma de rosas muertas. Sabe a muerte

¿A qué sabe la muerte? preguntan muchos.

La muerte sabe a paraíso, a hombre crucificado, aliento de hombre mediocre, a rosa muerta mezclado con un toque de papel moneda y un poco de pólvora, de plomo.

En los pulmones hay muerte, sí, respiramos plomo, mercurio, carbono nitrogenado con un toque de azufre.

El aire está repleto de estos bienes para la naturaleza. Gracias a ellos, los humanos nos extinguiremos no tardando.

Entreno mi lengua para no moverla tanto.

Busco los somníferos para adormitarla, el cuchillo para cortarle la yugular a este músculo tan torpe, y a veces, tan enigmático.

Es la lengua asesina de nombres, asesina de lugares, de tormentas inquebrantables de dolor...

De vez en cuando lubrica rinconcitos inexplorados. Otras veces, comparte líquidos ácidos.

Entreno mis párpados para no cerrarlos, pero al final, es la naturaleza que obliga, que exprime, que decide.

La noche está muerta, repleta de olores fétidos de primavera y de alcurnia del estío que está a punto de extinguirse en el peor de los eclipses bélicos.

Naturaleza versus hombre, estos últimos ganan batallas, la primera, siempre victoriosa con las guerras

Vaya sufrimiento del hombre, tan abstracto y tan minúsculo.

El que mucho aprende, olvida los deseos violentos.

El que mucho entrena, olvida la belleza de la imperfección.

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