jueves, 26 de enero de 2012

Decadencia


La cebada penetra en mi lengua y me hace danzar el hipotálamo. Los grillos suenan y el escape de algún automóvil me llama al suicidio. Los edificios se queman, las voces se ahogan.

Las olas del mar me dijeron que el mundo hoy era triste, sin cabida, sin un caos posible que todo lo redimiera. Hoy, uno puede ver las olas con un fulgor resplandeciente y fundirse entre su bamboleo de luna menguante. Era de mañana y yo manejaba entre la arena que se volvía una tolvanera.

¡Qué bonita es esa arena que se levanta del suelo! –me dijo Marcelo-.

Marcelo es sólo un aliciente de mi imaginación, un hombre que perdió a su esposa y sus hijas y me acompañaba en la galopeada nocturna, aunque era de día y las olas parecían decir que era tarde.

¡Qué curiosas son las olas, voy a meterme!

Y cuando todo se hizo silencio, me encontraba acostado sobre una repisa, con el cabello mojado. La caguama se había regado sobre mi cabello y sólo me reí para disimular mi decadencia perpetua.

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