domingo, 1 de enero de 2012

Caballo.


Éstos perros que ladran mientras observo un caballo devorarse la basura que dejaron los vecinos en Año Nuevo, me recuerdan aquél día que pudo haber sido diferente pero que no lo fue.
Eran las vísperas del Día de Reyes y yo era un mocoso que amaba saberme entre ese mundo maravilloso de fantasía funcional. Si la lluvia que me pega en los lentes sobrevuela mi pelo, es la muestra de algo pero no sé si sea la de la noche, esa en donde todo es silencio nos fomenta las reminiscencias.
No saber, vaya cretino.
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Vicente se amarraba los zapatos. Era temprano. Los ficus le observaban la mugre en el cuello que todo niño debe tener para sentirse feliz. La higiene es para los adultos.
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-¡Abuela! ¿Qué me trajeron los Reyes Magos?
-Búscalos, mijo, escarba en el árbol
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Camino sobre la sala donde alguna vez hubieron regalos a diestra y siniestra. Hoy no hay árbol.
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La noche es más silente que un silencio de jauría de perros. Las bancas del parque están vacías y la calle es un hervidero de luces débiles que exacerban la ausencia del ruido. Miro lo que alguna vez fueron dos árboles Ficus y una lágrima se vuelve huésped de mis ojos por un momento. El caballo ya no está.
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-Señora, ¿está Juan? ¿Puede salir a jugar? ¿Qué le trajeron los Reyes?
-Hola hijo, Juan va a casa de su abuela por sus regalos. Aquí le dejaron videojuegos, ya sabes que eso le mata a él.
-¿En serio no puede jugar un ratito? Mi mamá me va a meter temprano porque la tengo que ayudar.
-No hijo, lo siento. Ya juegan mañana.
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Me seco lo que por un momento fue un hostal de lagrimeo. Me siento en donde alguna vez hubieron dos árboles ficus –ya sé que ya lo dije- y me pongo a recordar que ese día pudo haber sido diferente, otra anécdota que contar para rememorarlo por siempre.
Pero ahora Vicente ya no está. Vive en Cancún con su familia y tiene una hija.

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