domingo, 6 de febrero de 2011

treinta y nueve punto cinco segundos.

Conocí a Helena una tarde gris, con el gélido panorama de la intemperie acribillando los hombros de los cálidos porteños. Entró por la puerta con una sonrisa de par en par, como ignorando las soledades que pueblan los humanos. ¡Es una maravilla! me dije. Era un día sobre desvaríos y otros descontentos, en realidad, era uno de esos problemas que se arreglan con acordar significantes. Fue dirimido en un rincón de un edificio donde tres amigos tomaban sus clases de invierno. Yo era uno de esos amigos, los otros dos eran los que intentaban ponerse de acuerdo, que terminó siendo un acuerdo de ósculo inmediato, de velocidad luz sobre el pavimento que pisaban mis tenis de color blanco mientras Helena se acercaba con un a botella de agua, y con esa sonrisa que trae pegada siempre.

Sostenía en mis manos un libro de Jean Paul Sartre, habíamos saludado nuestras almas minutos antes frente a una rítmica instantánea de monitores sobrepuestos de esos vetustos de los años noventa. Fue maravilloso conocer a una muchacha que le sonríe a extraños. Hizo recordarme la época de niño cuando le sonreías a un vagabundo sin saber que era una persona diferente, desafortunada. Esta vez yo fui el vagabundo, y supe que Helena tenía la alma de color turquesa.

Uno no va sonriéndole al mundo porque sí, eso se acabó, o eso pensé hasta que conocí a Helena, más bien cuando se sentó junto a mí y me sonrió desinteresadamente. Me puse nervioso, uno no acepta sonrisas cuando se la pasa escribiendo sobre la muerte, asuntos políticos, el infausto mundo que es en esencia lo mismo.

Cuando el noseque de la sonrisa helénica atravesó mis córneas llegando a mi hipófisis para luego erizarme la piel y detenerme el corazón, supe que tendría que regalarle dulces.

No se, los dulces son fantásticos, y más los chocolates. No volví a saber de Helena hasta varias semanas después.

En realidad, siempre supe de ella por mi amiga que es su vecina. Es extraño.

Un día no esperado, pensé en comprarle un chocolate y lo anduve trayendo hasta que charlabamos por computadora estando yo escribiendo fuera de su habitación. Lo más extraño es que nunca habíamos charlado directamente por la cibernética, sólo saludos esporádicos.

Sus brazos me hicieron pensar que el infierno no existe, reducirlo a cuando me soltó al instante. Pero me volvió abrazar. Eran mágicos sus brazos, era como cuando niño disfrutabas ver las burbujas de un recipiente circular se rompen y se juntan y se abren y se expanden por todo el parque.

Hoy los parques ya no se visitan, pero eso no importaba porque Helena olía demasiado a perfume, no se si era el de su cuerpo pero viajé hasta la luna en su pijama, a pesar que hacía un frío de la chingada.

Fueron treinta y nueve punto cinco segundos. Ese fue el lapso que transcurrió todo. Lo fascinante de todo es como ríe y ríe, pareciese que el monitor donde ella se recrea en las noches contará chistes. Pero no, Helena sonríe y ríe, llena las habitaciones de sonrisas.

El día que conocí a Helena, llevaba bufanda y lentes negros. También una boina de color blanco y era viernes, los viernes regularmente no se conoce a nadie por las tardes, sino por las noches.

Pero seguramente de eso Helena ya no se acuerda así como tampoco se acordará de mí en algunos años, porque mi rostro se olvida con el tiempo.

Helena, Helena, Helena, eso retumba en mi mente hasta esta hora, después de tres cervezas con el clima a veinte grados y unos papeles desordenados de donde transcribo y me hizo pensar que Xalapa y Veracruz están más cerca que cien kilómetros y una hora de camino.
El día que conocí a Helena, nunca será todo igual.

Ni siquiera las tardes grises, pues ahora son turquesas y cada vez que me desvanezco se que Helena estará sonriéndome en la nada mientras controla aduanas y desgarro el papel de mi libreta con mi pluma, así las tardes sean grises y Helena esté sonriéndome desde lejos cada treinta y nueve punto cinco segundos.

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