domingo, 12 de junio de 2011

Ficciones


Te has levantado sabiendo que un suceso extraordinario pasará este día. Un movimiento en la garganta te lo ha dicho. Quitas la sábana que tapa tus pies, coges tus chanclas y caminas directamente al baño para ducharte.
Sales del baño tras diez minutos de batalla contra el agua que ha caído sobre tu cuerpo. Ahora hueles limpio. Te vistes con una playera a cuadros, un pantalón de mezclilla y unos tenis blancos.
Te diriges hacia la puerta de tu casa, la abres, y la cierras al salir. Un sentimiento de angustia te invade el cuerpo y no sabes por qué.
Caminas, y mientras avanzas parece que un dolor en el pecho se apodera de ti cada vez más, un paso, un dolor, dos pasos, un vacío, tres pasos, un abismo.
Llegas a la parada y esperas el autobús. En los suburbios no existen los parabuses, sólo esperas sobre tus pies estirados entre el olor a la tierra mezclada con excremento de perro y bardas rayadas con aerosol que se manifiestan a tu espalda. El calor es agobiante. Frente a ti, un letrero que dice Picadas y Gordas, pase usted.
Son las diez de la mañana, un domingo cualquiera y te percatas que el jarocho se levanta regularmente a esa hora para ir a desayunar picadas, gordas, empanadas o tostadas.  Los domingos son el descanso ante la semana de arduo trabajo sentado frente a un escritorio o de mesero en algún bar. Todo por no estudiar dice una camioneta de esas guajoloteras que les llaman. Sabias palabras diría un amigo al leerlas.
El camión está casi frente a tus narices. Haces la parada y subes a la pecera asesina de las nalgas. Quieres hacer uso de tus facultades universitarias con tu credencial, pero el chofer se pone reacio porque no tiene el holograma. Le refutas que es de Idiomas y que allí no dan holograma. Te responde con una cara dónde una sonrisita se asoma y se burla. ¿Osea qué es eterna? Le dices que no, sólo que se rige por otras cuestiones que no vas a discutirle porque no las entendería. Se molesta. Cómo eres un desesperado le dices, cóbrate completo, no me voy a pelear por tres pinches pesos. Y así fue, la cara del chofer es de triunfo, como si hubiese ganado la gran batalla de toda su existencia.
Te sientas junto a la ventana para que un poco de aire te pegue en el rostro ante el bochorno que atraviesa el ambiente. Observas al jarocho y sus chanclas. Yendo por las picadas, las empanadas. Los miras en los depósitos de cerveza derrochando la quincena. Los escuchas hablar sobre los partidos de la selección. Observas sus tatuajes, miras sus poses de hombría, e intentas dilucidar sus pláticas mitómanas domingueras. La familia puede esperar vieja, yo me quedo con la banda chupando un rato; escuchas bajo tu mirada al detenerse el camión para recoger pasaje.
Recuerdas que una semana antes, la alcaldesa de la ciudad ha vendido las calles del centro histórico a una empresa de estacionómetros. A dos días de aquella aberración patrimonial, ves que el ciudadano es un apático que no le interesa pues todos los políticos son corruptos y todos los ciudadanos son víctimas, de nada sirve manifestarse. Dos días antes quisiste convencer a tus compañeros de hacer una marcha, y todos te dieron el avionazo. Qué nada se puede cambiar, y menos si eres joven, ya todo está escrito como en la Biblia dirían los religiosos.
Recuerdas también que hace cuatro días leías que en España un grupo considerable de jóvenes acampó en el zócalo de Madrid para exigir una democracia más participativa. EL bipartidismo no interesa ya a una nueva generación de jóvenes que cómo prebenda marca: No somos mercancías de políticos ni de banqueros. Y es que así debería ser, al parecer, pero nada es cierto, ni los segundos que pasan ante tus ojos, ni la ventana que está postrada frente a tus narices.
Ha sido una semana ajetreada. Tu país está sumido en el caos, en una guerra que no pediste, que muchos no pidieron, que es absurda. Pero pocos quieren verlo así. El país no es pobre si caminas por Reforma, por San Nicolás de los Garza en Monterrey, en Santa Fé, en Costa de Oro, El Conchal, algún residencial en Guadalajara o cualquier estado que se hospede un gobernador, un empresario, un funcionario. En realidad no es pobre, es desigual, pero no es pobre, o al menos eso dice tu secretario de economía. Un tipo que estudió en escuela privada y que la única carencia que ha tenido seguramente es la de horas de sueño por haber asistido a una fiesta súper ¡wow!, en una casa enorme, súper enorme.
Te ríes de eso último hacia tus adentros, cuando escuchas a dos muchachas delante de ti hablar sobre la telenovela de las siete. La otra familia mexicana pero con muebles caros. La historia de la sirvienta que se ganó la lotería porque el dueño súper rico se ha enamorado de ella. De los parquímetros nadie habla, pues para qué frustrarse. La felicidad mueve al mundo, ¡apoco no han visto el comercial de coca cola!
Llegas a tu destino, haces la parada y bajas frente al Ayuntamiento. Miras los cuerpos ir y venir y entonces le imaginas un nombre, una vida, un destino a cada paso de esos cuerpos que se mueven y se reciclan en los pisos.
Caminas hacia el zócalo. Te das cuenta que hay un plantón como de cien personas. Van a marchar por las calles principales para mostrar su inconformidad ante la venta de las calles a empresas privadas. Analizas. La subordinación del hombre por el hombre es la herencia del capitalismo. Tú, nacido aquí en esta lugar dónde caminas ahora tienes que pagar por estacionarte a una empresa de quién sabe que estado, o qué país. Puede parecer ridículo, pero sí le preguntas a los gobernantes es la idea más cuerda y más efectiva que se les pudo haber ocurrido. El concepto de lo político supone cuestiones que a la sociedad civil le son ajenas.
Cuando mencionas sociedad civil te ríes porque sabes que te estás mintiendo. Buscas jalar gente a la marcha, y te miran con extrañeza, riéndose. En especial los jóvenes. Sus marchas, qué van a cambiar sus marchas. Y te sientes el pendejo más grande de la historia pues a sabiendas que no cambiarás mucho, te sobrevienen sentimientos románticos a lo William Blake o Lord Byron y sigues tu lucha.
No superan los doscientos. No hay medios que cubran el evento, te das cuenta del desdén de los hombres que observan sentados tomándose una cerveza en los bares frente al zócalo. De repente escuchas gritos, alzas la vista y hombres encapuchados están causando un desorden. Hay niños, señoras embarazadas pero no importa. El batidero de sangre ha comenzado.
No sabes si correr, o enfrentárteles. Los tienes ahí, tienes la materialización del Estado echándote a sus perros. Te gustaría tener poderes y eliminar uno por uno, defender a los niños que están siendo masacrados, a las mujeres y sus semillas en germinación. Su único pecado fue pensar, intentar soñar un mundo mejor para las futuras generaciones. Suena romántico y absurdamente ridículo, cuando diez minutos antes la misma gente que pasaba observando a los cuerpos aglutinados en el zócalo no sabía por qué estaban allí, y si sabían lanzaban una carcajada acompañada de una mirada que gritaba: Pobres idiotas, locos, su marchita no va a cambiar nada, para dirigirse luego todos a comprarse unas picadas en las esquinas de sus casas. Eso el jarocho lo hace muy bien, incluso al parecer, mejor que pensar para ellos mismos como ciudadanía.
Una bala al pecho ha interrumpido ese letargo. Caes y te desplomas. Te ahogas. Nadas en una maraña de sueños que se rompen con el sonido de las balas a lo lejos. Ahí está el agitador, llévenselo de aquí grita una voz ronca que golpea el aire. Has muerto, y en realidad no pasó nada extraordinario que no hubiese pasado en otra ocasión y bajo las mismas circunstancias. La apatía te hace rememorar que tu sociedad vive en una era de vacío y de exceso individualismo, dónde ya no se cree, ya no se busca más allá de lo superficial y lo superfluo, donde los sueños y los cambios se pudrieron en la posmodernidad, se almacenaron como telarañas en una casa vieja, la utopía en los tiempos del VIH. Dios ha muerto dijo Nietzche. El hombre ha muerto dijo Foucalt. La sociedad ha muerto dirá algún romántico no muy pronto.
Has despertado con la boca seca y las pupilas dilatadas. Es domingo. Te has levantado pensando que un suceso extraordinario pasará este día.

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