lunes, 6 de agosto de 2012

El rincón de Carlos.


Juan E. Flores Mateos

Bajo el atardecer de unos ganchos de metal que nadan sobre un horizonte, desde la orilla de un puerto, un carrete para pescar atraviesa la superficie del mar y se pierde entre su frágil oscuridad y el tenue bamboleo del oleaje.
Unas manos de bronce con ligeras líneas rugosas lo sostienen desde el inicio, donde tras el cuerpo –dueño de las manos- envuelto en una playera café claro, se desarrolla un festival juvenil musical organizado por #Yosoy132 Veracruz y una exposición sobre productos hechos en el puerto, a la cual turistas se acercan a escuchar y mirar qué pueden ofrecerles.
La mezcla de sonidos, no rompen la quietud del señor quien pareciera pretender simular la calma del mar. Con sus ojos fijos atisba, con una completa parsimonia, la espera de que un pescado jale el carrete que sus manos cogen por los dedos.
El señor de nombre Carlos, de oficio electricista, parecería invisible, un fantasma, sino fuera por la sonrisa que se le dibuja entre las mejillas, y que lo vuelve tan brilloso como el reflejo del sol de tarde en el mar.
De repente, un jalón a la mano origina que Carlos, agite hacia arriba. Después de llegar al final del carrete, se percata que su anzuelo hecho con carnada de camarón ha atrapado un pescado blancuzco con rayas anchas negras y que sangra a unos centímetros de la boca.
El pescado, ya fuera, se agita y se golpea contra el piso como intentando regresar al mar. El que Carlos le quitara el anzuelo le ha ocasionado, al parecer, un dejo de esperanza.
Como una especie de avalancha, turistas se lanzaron con fuerza sobre el señor electricista al percatarse de la captura. Incluso le tomaron fotografías para llevarse el recuerdo de un sargo revoloteando contra el piso y el de Carlos, que sin inmutarse, ya preparaba el anzuelo con nueva carnada.
Un niño, con acento extraño, se acerca y le pregunta a Carlos si el pescado es un sargo. Carlos, sin mirarlo, sin perder la mirada sobre el mar, asiente de una manera seca, sin emoción.
¡Pobrecito!, exclamó una turista, mientras el sargo se ha cansado de golpearse. ¡Mira mami, ahí tiene la sangre, ahí la tiene!, exclama un niño como de 6 años, con el rostro pasmado, pues se ha encontrado con la muerte, de pronto, en sus vacaciones.
En el mismo borde donde Carlos se ha sentado para pescar encima de una pequeña toalla, justo a la altura de su gorra gris, a unos metros, unos turistas disfrutan unos emparedados y unos refrescos de cola. A veces señalaban el horizonte y el barco encallado en el muelle, sin dejar de sonreír.
A veces, la vida sucede así como en esa escena turística. Alguien muere y su muerte se vuelve un espectáculo mientras que al lado, otros ríen. Unos se sorprenden por la muerte, otros con el temple firme, les pareciera tan normal como identificar piedras en el pavimento de una banqueta.
Carlos explica que viene de la colonia Nueva Era, al sur de la ciudad, por la avenida de Díaz Mirón, una de las más concurridas de la ciudad por los autobuses, y que antiguamente, formaba parte del Camino Real que llevaba a la ciudad de México.
Al Malecón viene regularmente a pescar en su bicicleta, que se dibuja recostada a un lado de su cuerpo pequeño.
“No vengo por la ambición de pescar, es que es un pasatiempo y me gusta”. Y así, a simple vista se manifiesta lo que dice. Puede estar una, dos, tres, cuatro horas en el borde, con el carrete sobre sus manos, pues el regocijo que siente le basta para ello. El día que aprendió hacerlo, se le escapó ya de los recuerdos.
“¿Quién puede hacerse una pregunta como esa de cuántas horas puedo estar aquí? Son complicadas, eso es en lo que menos piensas cuando vienes.”
Cuando los turistas se acercan, Carlos no reacciona, pareciera estar acostumbrado ya a que se le acerquen a cuestionarle cosas.
-Cuando son pescados pequeños, los regreso, no aguantan, pero mira como éste que acabo de sacar ya aguanta, así que me lo llevaré para comer- dice Carlos sin parpadear, sin perder la mirada sobre el ligero bamboleo del agua.
De pronto, ya la oscuridad ha caído de golpe sobre el mar, y el reflejo añil del atardecer sobre el agua se ha cambiado por uno más amarillento, el de las luces del puerto que se miran a lo lejos, por donde los ganchos aun observan cómo Carlos no pierde el temple ni se desespera, a pesar que lleva dos intentos fallidos desde el último y único sargo que sacó hasta ahora.
Confiesa que puede ser muy aburrido estar allí por horas, pero nada puede detener esa alegría que siente cuando le brillan los ojos al sentir la fuerza y el impulso del carrete que sostiene con las manos, cuando un pescado ha picado, en ese rincón donde las olas hacen su nido tan suyo, y al parecer, de nadie más.
Fotografía: Ivan Sah

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